sábado, 29 de noviembre de 2014

El trofeo, cuento de fútbol.


EL TROFEO


De entre los objetos que pueblan mi habitación, ninguno tan querido como esta foto. Es la foto del equipo de fútbol. Allí estamos los doce muchachos de la clase de octavo con nuestro habitual equipo: pantalón negro, camiseta y medias blancas.

La instantánea muestra la formación del equipo antes de la final del campeonato escolar, de nuestro último y definitivo campeonato escolar ya que era nuestro postrer año en la escuela. Después vendría la separación, ya no habría más equipo y cada pájaro echaría a volar por su cuenta.

Al vernos formar para la foto, alguien diría que éramos los justos para un equipo de fútbol: los once jugadores de campo y un reserva; pero cuando rompíamos la formación, algunas risas en la grada parecían desmentir, incrédulas, que verdaderamente fuéramos un equipo de fútbol.

En la foto soy el único que llevo el cabezal del chandal y es que yo concretamente era el jugador número doce y hacía las veces de entrenador. Procuraba sustituirme sólo en casos de fuerza mayor y no porque fuera mal jugador, sino porque era renco, y quieras que no, aquella cojera además de provocar risa, que era lo de menos, limitaba mis movimientos, lo cual yo contrarrestaba con astucia y colocación.

Recuerdo la dispersión por el campo después del clic de la cámara y como, al corretear por el terreno de juego, sobre el césped reverberaba un cuchicheo mezclado de risas proveniente del graderío (y es que el público no perdona ni una, así sean escolares imberbes). Ahora veían a Luismi, que, a pesar de usar una camiseta dos tallas más grande, no podía ocultar una joroba prominente que hacía las delicias de la afición contraria y no tan contraria. Ruso podía pasar inadvertido en los primeros compases, pero, al poco, sus movimientos irregulares y cierta desorientación en el terreno de juego hacían que el espectador se centrara en su figura y se corriera la voz de que el número 8 bien podía ser un síndrome de Down. Algún bocazas trataba de ridiculizarnos, dando por hecho nuestra derrota: "vamos, escolapios, que estos se han escapado de un circo" o "no penséis que os van a crecer los enanos" y hacían apuestas sobre que la goleada iba a ser monumental. Recuerdo aquellas burlas al comienzo del partido, intensificadas ahora porque esta vez jugábamos la final y había público como nunca, especialmente chicas. Por supuesto la mayoría de la afición era del conjunto contrario.

El equipo, a pesar de todo, estaba hecho a la presión del público. No en vano habíamos llegado a la final. Otros eran mis temores. En las eliminatorias habíamos controlado nuestros demonios, al menos para que el marcador siempre nos fuese favorable. Aquel día nos jugábamos mucho, el rival era un grupo de niños bien, de lo más acomodado de la ciudad, colegio privado, por supuesto, que arrastraba un nutrido apoyo femenino que no paraba de corear aquello de "alirón, alirón, los escolapios nos roban el corazón" o "escolapios, campeones y luego revolcones". Nuestros incondicionales, apenas media docena de padres y tres profesores, se diluían frente al aluvión de grupos organizados incluso con pancartas y charanga, tunos y tunas incluidos, que iban acudiendo a la grada y calentando el ambiente. A mí no me importaba semejante derroche, es más, podía ser un estímulo para centrar a mis compañeros, para someter sus excentricidades y reforzar el sentimiento de grupo.
Antes del calentamiento, me acuerdo de que habíamos repasado la táctica, que más o menos consistía en contener durante los primeros minutos, dando la impresión de ser inferiores, pero manteniendo la fortaleza en defensa, para, con el equipo contrario crecido, explotar la velocidad de Ariza y Romera por las bandas y aprovechar el ansia de gol de Peñaranda. Aunque yo mentalmente trataba de vislumbrar cuál sería el espíritu interno de estos tres muchachos tan proclives a la desestabilización y rezaba porque los acontecimientos externos no irrumpiesen en el juego, como tantas otras veces. Debo decir que los vi concentrados como nunca, en una calma que me ponía nervioso, a mí que era de lo más tranquilo; de modo que nada comenté de sus manías, no fuera que llamase a todos los demonios. Simplemente les arengué que el triunfo era posible, que si en otras categorías nada habíamos logrado, hora era de desquitarse y darle a nuestro humilde colegio de trabajadores un trofeo que llevar a sus escuálidas vitrinas. (Aquello era un decir porque los pocos trofeos del colegio se repartían por los armarios de las clases en los anaqueles junto a los libros. Claro que mejor así porque yo quería ver el trofeo, mi trofeo, en la clase de octavo, durante el mes y medio que nos quedaba de clase). De modo compañeros que vamos a darle una paliza a ese equipo de monaguillos, para eso hemos entrenado y para eso estamos aquí, somos los mejores, vamos a comernos la poca hierba del campo. Se van a enterar. El corro juntó y subió las manos y mientras las bajaba al unísono, más fuerte que nunca, gritó: "Valer o morir", ni más ni menos que la divisa de mi escudo y origen de mi apellido, con el que yo era conocido más que con mi nombre.

Allí estaban, cada uno en su sitio. Puente en la portería. Brújula, Mario, Aranda y Guzmán en la defensa. Liso, Ruso y Luismi en el centro; y en la delantera, Ariza, Peñaranda y Romera. El público concentrado en la única grada del campo, sobre uno de los laterales. En el otro lateral, los banquillos. Detrás de los banquillos, los vestuarios y más allá el descampado, las afueras de la ciudad. Era un campo vetusto, sin cerramiento, aledaño al colegio Numancia, donde la tierra y la hierba luchaban por igual.

Aunque ha pasado el tiempo, recuerdo la contienda, y algunas jugadas afloran en la retina como en un espejo. El árbitro pitó y los escolapios se lanzaron en oleadas sobre nuestra portería, azuzados por sus seguidoras. Durante el primer cuarto se mascaba el gol calasancio y si no llegó fue porque Puente fue un puente sin ojos que despidió la avalancha fuera del cauce de la portería, realizando paradas magistrales, antológicas, como diría un locutor de radio. Puente era un muchacho alto y corpulento, un año mayor pues era repetidor y la verdad es que imponía respeto verlo allí tan atlético, tan marcial, como un gorila de discoteca. De hecho a veces nos acompañaba a cazar lagartijas al Mario y a mí y entonces nos hablaba de mujeres y de la discoteca, mundos desconocidos y tan alejados de nuestras diversiones. En aquella época era el único que tenía novia. En los partidos y en los entrenamientos siempre había demostrado tal madurez que a mí me parecía la de los grandes arqueros profesionales de la liga. Sin embargo...

El partido dio un giro cuando uno de esos balones que rondaba nuestra área fue despejado de un zapatazo por el lateral Guzmán, pillando a la defensa contraria muy adelantada. El balón describió una parábola. Ariza calculó su trayectoria y se dirigió hacia el punto de caída con su velocidad endiablada, dejando atrás a los defensas. Con precisión balística recogió la bola según caía dejándola mansamente en dirección a la portería, se plantó delante del portero rival y lo superó por alto con un toque sutil. ¡Aquél era mi Ariza! Era el uno a cero. El grupo al completo vino a celebrarlo conmigo y nos abrazamos en una piña. "Vamos chicos, que esos curillas van a llevarse de penitencia algo más que un padrenuestro". Y así podía ser, pues las ocasiones de gol más claras caían ahora de nuestro lado. Corría el minuto veinticinco cuando Romera se hace con un balón en nuestro campo y sin pensárselo dos veces inicia una incursión por su banda, sorteando contrarios, avanzando en su territorio. Digo territorio porque Romera tenía una desatinada manía según la cual su terreno de juego y por lo tanto campo de acción no sobrepasaba bajo ningún concepto el rectángulo comprendido entre la línea de banda y la línea lateral que delimitaba el área grande. En esa estrecha franja de césped a lo largo del campo, él era capaz de hacer diabluras y de volver locos a los contrarios, o simplemente perder el juicio y correr arriba y abajo por el simple placer de correr sin atender para nada al juego. No había encuentro que no desarrollase las dos facetas y siempre fue para mí un misterio saber de qué dependía la intensidad de aquellas acciones y de qué lado se decantarían. Romera era un buen chaval, algo autista y enigmático que nunca hizo ningún mal y que tenía sus manías como todo el mundo. Lo lamentable era que se manifestaran jugando al fútbol, de modo que Romera jamás sacaba un saque de banda ni de esquina y una vez que el balón se adentraba en el área o en otro punto fuera de su reino rectangular, Romera simplemente detenía sus piernas allá fuese ocasión manifiesta de gol. En aquel minuto veinticinco Romera cintaba adversarios, aceleraba la carrera o la disminuía, dibujaba un sinuoso camino, pero tenía claro que quería llegar a la línea de fondo y nadie se lo iba a impedir. Y así fue, con el balón cosido a sus pies, llegó hasta el fondo y centró; y Luismi, que había adivinado que su amigo no iba de farol, se tiró en plancha para cabecear la bola, y ,¡milagro!, en lugar de la cabeza, remató con la joroba y el balón entró por la escuadra, imposible para el portero. Aquello fue celestial y fue de risa hasta para los que veían perder a su equipo. Luismi había inventado un nuevo gol. 
Ahora sólo faltaba apuntalar la victoria, aprovechar el desconcierto rival y marcar un nuevo tanto, con la parroquia local muda viendo a su equipo roto ante un grupo de artistas que parecían sacados del circo, pero qué es el fútbol, sino un circo y el circo es magia e ilusión, prestidigitación y equilibrismo, sonrisas y aplausos. Los perdedores para el circo romano, nosotros ganábamos. En ese momento yo estaba arrebatado, en un puro éxtasis, como un elato conquistador que descubriera El Dorado. Es verdad que faltaban veinte minutos para acabar el primer tiempo y todo el segundo, pero allí estaba mi equipo, altanero, casi torero lidiando una res cabizbaja y moribunda.

El equipo siguió dominando, mandando de manera casi irrespetuosa. Todos querían lucirse: regates inverosímiles, pases galácticos, controles acendrados. El balón iba y venía y dibujaba piruetas como si estuviera en una pista de gimnastas rítmicos. Todo muy artístico, pero el gol no llegaba y es que apenas había remate. Cuando se adivinaba un remate, la jugada se prolongaba tontamente hacia el puro deleite del uso y disfrute del balón, como si mis compañeros hubieran olvidado el objetivo fulbolístico: traspasar la portería. El equipo de los escolapios no atacaba demasiado, pero su defensa era ahora mucho más cerrada y contundente: le habían visto las orejas al lobo.
Sin embargo, algo pasaba, ¿a qué venía ese escoramiento del equipo hacia la banda derecha, justo donde estaba la grada?, ¿por qué esa fiebre colectiva por buscar la pelota cuando iba debajo del graderío, incluso aunque no nos correspondiese sacar de banda? Por más que me levantaba y gritaba, la amenaza del naufragio empezó a hacerse patente. Por fin, el árbitro pitó el final. Descanso. Lo estaba deseando cuando minutos antes me frotaba las manos, saboreando el botín.
Me retrasé adrede en entrar al vestuario, quería escuchar desde fuera los comentarios de mis compañeros. Y aquello no sonaba a jerga futbolística ni olía a sahumerio bendito. Todo era un mar de excitación.

- Tienen las bragas de colores.
- ¡No jodas!
- Sí, las que están a la derecha. Las he visto un par de veces, cuando recogía el balón, negras, rojas, blancas. Es una maravilla.
- Pues, a mí, una tía de las que llevan la camiseta de los escolapios me ha dicho que quiere conocerme.
- Yo creo que sacan el culo a posta para que nos encendamos.
- Pues ha habido un momento en que no me atrevía a salir de la grada porque tenía la cola a punto de salirse por el pantalón.
Aquí se oían risas, allá exclamaciones, gritos y silbidos arrebatados.
- A mí me han dicho de todo, no se cortan un pelo, que si tío bueno, que si tu cuerpo, que si tus piernas, que si lo que escondes en el pantalón.
- Joder, pues yo quiero que me cambies un rato la posición.
- Y a mí, Aranda, déjame tu lado, por lo menos hasta que les vea el culo una vez.

Ya no aguanté más, se me llevaron los demonios y los llamé alcornoques y atajo de maricones, vosotros si que os vais a quedar con el culo al aire para que os den por ahí. Fue poco porque sonó el silbato del árbitro y el partido tenía que reanudarse.

Le pedí al árbitro que me dejara ponerme en la otra banda, allí, como si fuese un guardián de la grada, pero no consintió, de modo que solo cabía esperar y sufrir, aun ganando dos a cero. Yo sabía que el equipo ya no era el del comienzo.
Y el caso es que comenzamos la segunda parte con orden y atacando, pero poco a poco nuestro juego se fue proyectando sobre el lateral de la grada. Los mamones hacían todo lo posible porque el balón se fuera debajo del graderío y llegaban a discutir sobre a quién le tocaba recoger la pelota.
De nada servían mis imprecaciones, pendientes más de las pantorrillas de las féminas que del normal desarrollo del juego. La situación era espantosa y para complicarla más, vi, atónito, la novia del Puente detrás de la portería, en animada conversación los dos, descolocado el guardameta, completamente relajado, ajeno al peligro. ¿Qué hacía la novia del Puente allí, hoy precisamente, cuando jamás había asistido a un partido de fútbol? Rápidamente mandé a mi fiel ayudante, Lucas, el Cositas, a que amablemente desalojara a la muchacha de aquel lugar. El cositas hacía de entrenador de los chavales de séptimo curso y yo era una especie de maestro para él. Lo malo, en aquel momento, digo, es que el Cositas también era cojo. Nunca me pareció más cojo el cojo del Cositas que en aquel instante. Y claro, no era yo el único que se había apercibido de la indolencia de nuestro cancerbero. Mientras el Cositas se acercaba, el extremo escolapio enganchó una pelota y no se lo pensó dos veces, lanzó un cañonazo entre los tres palos que pilló a Puente en la luna. Minuto nueve, el uno a dos subía al marcador y mi ánimo decaía y presagiaba lo peor.

Cómo rugía la afición escolapia, veían a su equipo con inesperadas opciones después de aquel inopinado gol. Mis compañeros, por unos momentos, parecieron encajar el golpe con rabia, se dedicaron a jugar, a tocar el balón , a triangulizar, a presionar al rival y si no marcamos, fue porque Peñaranda no tenía su día, no era el de otros partidos, quiso marcar desde el pitido inicial, pero los remates se malograron cuando no por el portero, cuando no por su falta de puntería. Sin duda estaba nervioso, demasiado excitado, hacía faltas innecesarias y a medida que las cosas no le salían se engrescaba más. Aquel comportamiento en el bueno de Peñaranda no podía ser sino que su padre había vuelto a empinar el codo y había repartido trompazos en su casa. Bien lo sabía yo. Peñaranda era un chico reservado, que nunca hablaba de su problema familiar, pero vivía cerca de mi casa y algo se comentaba por el barrio. Una noche pude ver por la ventana al padre de Peñaranda dibujando eses mientras andaba. Al día siguiente, disputábamos un partido y Peñaranda apareció con varios moratones. Su juego fue entre abúlico y agresivo y se le veía muy descentrado. Aquello se repitió otras veces. Este mal juego, no habitual en Peñaranda, era el final de una cadena que comenzaba en un padre borracho llegando a casa la noche anterior y ejerciendo la fuerza y el terror por el territorio doméstico.

Esos minutos de buen juego pronto fueron un espejismo y el campo se convirtió en un escenario para la tragicomedia: de modo que teníamos a nuestro delantero centro fuera de juego, a varios jugadores más pendientes de meterles un gol a las chicas de la grada que de hacerlo en la portería contraria, a nuestro portero, tocado en su amor propio y sin duda deprimido y más inseguro. La defensa todavía se mantenía firme y expedita, aunque cada vez era más un quitarse de en medio el balón. Romera, corriendo por su banda de arriba a abajo por puro placer. Ariza intentando enlazar con la sombra de Peñaranda, pero viendo como el equipo se escoraba hacia la otra banda y como su lado quedaba desguarnecido, dando paso a los ataques de los del San José que encontraban por allí un pasillo fácil por donde atacar la meta de Puente. A mí me recuerdo de pie, dando instrucciones, gritando, chiflando, enojado y haciendo surco con la pierna mala como bestia que quisiera embestir. ¿Cómo era posible en una final, con todo a favor, ir entregando el partido de esa manera? En este teatro de operaciones, el público jaleaba, reía nuestra representación, se animaba con nuestro desbarajuste. Aquellos absurdos movimientos por la escena tenían desconcertados a los propios jugadores escolapios, que no acababan de descifrar si jugaban con una banda de chalados tontos o de chalados magos. Pero todo era cuestión de tiempo o de que por allí acertaran a pasar dos perros callejeros. Ariza los vio, fue como un resorte, se le erizó un tanto el pelo y sin estarse a más consideraciones salió tras ellos, abandonando el terreno de juego. "¡Ariza, no! ¡Ariza, vuelve!", le grite; pero la figura del Ariza se fue perdiendo en el horizonte tras de los perros, que apenas vieron venir aquella aparición patilarga huyeron despavoridos. Si logró darles caza, rendirlos por agotamiento y lapidarlos, como era su costumbre, es algo de lo que esta vez no me enteré. Ariza, el mataperros, que era como le llamábamos, tenía esa debilidad. Lástima que sus portentosas cualidades atléticas no se encaminaran a fines menos sangrientos. Hubiese sido otro Abel Antón.

La espantada de Ariza hizo que yo saliese al terreno de juego. Hubo sus más y sus menos, pero deportivamente el entrenador de los escolapios aceptó mi entrada y el árbitró consintió. Al fin y al cabo aquello tampoco era un partido de la Liga de fútbol profesional. El público disfrutó de lo lindo viendo como un cojo ocupaba la demarcación de extremo y yo me dispuse a resolver el partido. No quedaba mucho, pero sin duda tendría una oportunidad, me llegaría un balón, haría un control rutilante y en un palmo de terreno driblaría a dos contrarios, lanzando el cuero a la escuadra, con mi pierna buena, por supuesto, y haciendo inútil la estirada del portero. El trofeo brillaría en el estante de la clase a mayor gloria mía. Del sueño me despertó un jolgorio y estruendo de tambores: los escolapios acababan de empatar.

Quedaban quince minutos y mi única esperanza consistía en llegar a los penaltis, con los elementos más o menos válidos del equipo replegados en heroica defensa numantina y un cerco de palmas, voces, trompetas y guerreros, que esta vez me parecían auténticos romanos de Escipión sacados del libro de Historia.

Fueron quizá los mejores minutos de mi equipo, no por el juego, que era ya un continuo ataque de los escolapios y un alejar el balón por nuestra parte, sino por el espíritu de lucha y heroicidad que pusimos, sabedores de que la resistencia era nuestra última oportunidad, bien es verdad que tamaño acoso no nos daba tregua para la distracción. Como suele soñar el forofo en estas situaciones, el partido se decantó en el último minuto y de penalti. Aranda hizo honor a su desmedida contundencia física y se llevó a un delantero por delante. De nada valieron protestas, súplicas y enfados. Aranda había cometido su enésimo penalti del torneo. Aranda, que ya por entonces practicaba artes marciales, era capaz de desplazar a un elefante y su ímpetu juvenil no tenía medida futbolística. Prácticamente había salido a penalti por partido. Tiempo después se hizo cinturón negro y abrió un gimnasio con el que le fue muy bien.

No hubo perdón, el delantero rival marcó y ya no hubo saque de centro, adiós al trofeo. La euforia del estadio resonó en la pequeña ciudad y yo no quise ni entrar en el vestuario ni quedarme al epílogo del partido, pues allí no había gloria para los finalistas o al menos eso pensé entonces. ¿Adónde iba yo con un diploma que no era sino un rollo de papel?

Abandoné el campo con mi escudero el Cositas, perdidos entre la multitud. No quise saber nada de mis compañeros porque me había quedado sin preguntas y menos aún sin respuestas.

Sería largo contar el deambular de aquel día. Sí diré que el Cositas y yo bañamos la derrota yéndonos a descubrir nidos a las afueras de la ciudad y que mientras observábamos a los pájaros por las orillas de río, debimos descubrir la filosofía.

Apenas se comentó el partido en el mes y medio que quedaba de clase, lo que más echaba en falta mi mirada era el trofeo sobre la vitrina del armario. Aquel trofeo significaba para mí mucho más que cualquier notable o sobresaliente, suponía una prolongación excelsa y duradera de mi persona, que yo sabía frágil y nada singular.

Doce años después recibí la fotografía del equipo y una pequeña nota que decía: "El equipo de fútbol de La Barriada vuelve a reunirse. Estaremos todos, no faltes. Restaurante...
10 de la noche, 15 de mayo. Tus amigos".

Y allí nos juntamos. Aquel entrañable grupo repasó su vida, contó sus avatares y volvimos a hablar de fútbol, de nuestro fútbol. Y a los postres, Mario sacó un paquete y dijo: "Como sabéis, todos hemos tenido durante un año el trofeo. Ahora ya sólo queda que lo tenga Valero y como es el último creo que ya debe conservarlo definitivamente". Y entre vítores, Mario, que era el capitán del equipo, me hizo entrega del trofeo.

De modo que aquí lo tengo, junto a la fotografía del equipo: las bragas de una aficionada con el escudo bordado de la Agrupación Depotiva Calasanz. Otros tienen las camisetas de sus ídolos. Yo tengo unas bragas.

                        Javier Martínez Valero