domingo, 14 de diciembre de 2014

Cuentos de la Edad Media


UN DÍA NORMAL DEL AÑO MIL.

Era una mañana apacible del año mil, la plaza comenzaba a estar transitada. El viejo ciego y su lazarillo se sentaron como venían haciendo desde hacía unas semanas, al lado del taller de zapateros. Desde allí, el ciego relataba sus historias a todo aquel que quisiera oírle. Él, a cambio, sólo deseaba escuchar el tintineo de las monedas cayendo en su descascarillada jarrita roja, que sujetaba fuertemente a pesar de su oscilante pulso.

Los primeros albores del día llegaban a ella a través de la ventana abocinada del castillo; enseguida se empezaría a oír el lejano clamor de la batalla. Al amanecer tanto moros como cristianos retomaban las armas. Al amanecer, su corazón se estremecía pues de todos era sabido el romance que vivía.

Por la vida de su amado la dama temía, era un audaz caballero que contra los infieles luchaba día a día. Ella, por no desesperarse, después de su aseo montaba a caballo y veloz como el rayo a un bosquecillo se acercaba; mas, aun cuando allí nunca hubo nadie, esta vez oyó una voz conocida; escuchó cautelosa y descubrió llorosa la infamia cometida.

La suerte para el caballero cambió, bien lo relata el juglar cantor:

Galopa el marqués Verguillo
sobre yegua desbocada,
refugiándose en las sombras
en noche oscura y cerrada.

- ¡Oh Verguillo, mi Verguillo!

Se oye una voz recatada.
El marqués calla y escucha,
trátase de su amada.

- ¡Oh Conchi, mi dama Conchi!
   Muéstrate a mi mirada.

- ¡Aquí estoy, mi Verguillo
  aquí te espero sentada!
  Desde que cayó el día
  aquí espero tu llegada,
  desmonta, ven junto a mí
  y deja tu yegua atada.

Acercose a ella el marqués,
sentose cara con cara
cuando, sin explicación,
la dama empuña una daga,
se pone en pie ante Verguillo
le asesta una puñalada.
El joven cae malherido,
el arma queda clavada.

- Tú me mentiste, mi amor,
  me tuviste engañada,
  rompiste tu juramento:
  no soy tu única amada
  y será Dios mi testigo,
  la muerte tienes ganada.

Historia tras historia, la mañana daba paso a la tarde. La jornada había sido, como siempre, dura pero el jornal estaba ganado: hoy comerían caliente.

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EL BOSQUE DE LOS CERDOS.

Cuenta la historia que en el año 820 una infernal serie de calamidades asoló el país de los anglos. Nadie por aquellos pagos recordaba tantas adversidades juntas. La peste había barrido Inglaterra de norte a sur, llevándose siervos y señores, guerreros y monjes, niños y mujeres. La virulencia fue especialmente dura en el condado de Bach. Hubo aldeas que perdieron los mejores brazos para trabajar. No se pudo sembrar aquel año sino la mitad de las tierras que el duque de Bradbury disponía para el servicio de sus vasallos. Por si fuera poco, unos aguaceros torrenciales se llevaron al comienzo de la primavera buena parte de la semilla ya sembrada y durante el verano los habitantes de Crontil no pudieron evitar, a pesar de una enconada defensa, que una partida de bandidos robara parte del grano y de los animales.

Todos saben en Crontil que este año el hambre se adueñará de la aldea, en el invierno, cuando lleguen los soldados del duque para cobrarse el porcaje anual. Allá por noviembre, casa por casa, las huestes del duque sacarán de las zahúrdas uno o dos cerdos de los criados el año pasado. Y a pesar de la escasez y de las despensas vacías, de nada servirán lamentaciones. Los habitantes de Crontil verán esfumarse el sustento de todo un año. Sin los puercos, solo les quedarán raíces, bayas, gachas y bellotas. Los más débiles morirán, especialmente los niños.

Reunidos bajo la portentosa encina del prado comunal, los aldeanos buscan una salida. Unos dicen de abandonar el pueblo, de marchar a lugares menos azotados, de buscar refugio en casa de familiares en otras aldeas donde las condiciones han sido más propicias. Otros de huir al bosque y dedicarse al pillaje, como ya hicieran en otras partes, que medio país anda revuelto, robando unos lo que ayer les fue robado por otros. Hay quien se atreve a proponer una revuelta contra nobles y soldados, contra monjes y hasta contra el mismo rey si hace falta.

Pero tras el primer repente, las aguas vuelven a su cauce y es la voz de Milton, el viejo curandero de pelo canoso, la que se alza sobre la apesadumbrada comunidad:

Todos sabemos que nada ganaremos con palos, horcas o flechas mal apuntadas. Si abandonamos la aldea, llevaremos también nuestra miseria y perderemos la ventaja de conocer mejor que a nuestras barbas estos campos con sus fuentes, sus plantas, sus cárcavas, sus árboles y sus covachas. Recuperaremos nuestros cerdos pero con astucia. Como sabéis, los soldados llevarán los cerdos al castillo por el camino que cruza el bosque de Remington. Allí los animales irán más lentos, hozando aquí y allá en busca de tubérculos, hongos y trufas. Los soldados aprovecharán para descansar y beber y descuidarán la vigilancia. Si los cerdos comen unas bolitas que voy a preparar, en poco tiempo saldrán de estampida, perdiéndose por el bosque. Allí estaremos nosotros para volver a juntar la piara y esconderlos en lugar oculto. Todo ello haremos sin que los soldados se percaten de nuestra presencia.

Viejos y niños buscaron estramonio, beleño, flor de alheña, alholva, guindilla, picaron zanahorias y berzas y bajo la justa proporción y supervisión del sabio Milton se hizo una masa y las bolitas se diseminaron en el lugar convenido.

El plan salió a pedir de boca de cerdo y estos, escocidos y alucinados, escaparon al control de los soldados como diablos en el purgatorio.

Los habitantes de Crontil consiguieron recuperar la mayoría del ganado y los escondieron en govas solo de ellos conocidas. Milton, el viejo chamán de la aldea, convidó a todos a beber hipocrás y el invierno pasó más feliz con el estómago mejor alimentado para los vasallos del duque de bradbury.

Cuenta después la historia, de mano de otros relatores, que algunos cerdos escaparon de unos y otros y se asilvestraron en el bosque donde pronto desarrollaron curvos colmillos para mejor remover tierra y fango, y hasta mudaron el pelaje para mejor camuflarse, dando lugar a la expansión del jabalí, hasta ese momento desconocido en Inglaterra.

Se cuenta también que desde aquel glorioso día, en el pueblo de Crontil, se conmemora la hazaña con una carrera porcina que hizo las delicias del mismo duque de Bradbury, casa nobiliar que adorna su escudo con una enorme cabeza de cerdo como único blasón.

Se dice asimismo que en el condado de Bach es corriente encontrar el apellido Cerdo, Cerda, Del cerdo o De la cerda -que en esto hay variedad- ya que los descendientes de los soldados burlados tuvieron que portarlo por castigo del duque.

En lo que hoy queda del bosque de Remington, los jabalíes parientes de aquellos cerdos campan a sus anchas, estando prohibida su caza y gozando del título de “grandes cerdos de Inglaterra”.
Javier Martínez Valero