EL TROFEO
De entre los objetos que pueblan mi habitación, ninguno tan querido
como esta foto. Es la foto del equipo de fútbol. Allí estamos los
doce muchachos de la clase de octavo con nuestro habitual equipo:
pantalón negro, camiseta y medias blancas.
La instantánea muestra la formación del equipo antes de la final
del campeonato escolar, de nuestro último y definitivo campeonato
escolar ya que era nuestro postrer año en la escuela. Después
vendría la separación, ya no habría más equipo y cada pájaro
echaría a volar por su cuenta.
Al vernos formar para la foto, alguien diría que éramos los justos
para un equipo de fútbol: los once jugadores de campo y un reserva;
pero cuando rompíamos la formación, algunas risas en la grada
parecían desmentir, incrédulas, que verdaderamente fuéramos un
equipo de fútbol.
En la foto soy el único que llevo el cabezal del chandal y es que yo
concretamente era el jugador número doce y hacía las veces de
entrenador. Procuraba sustituirme sólo en casos de fuerza mayor y no
porque fuera mal jugador, sino porque era renco, y quieras que no,
aquella cojera además de provocar risa, que era lo de menos,
limitaba mis movimientos, lo cual yo contrarrestaba con astucia y
colocación.
Recuerdo la dispersión por el campo después del clic de la cámara
y como, al corretear por el terreno de juego, sobre el césped
reverberaba un cuchicheo mezclado de risas proveniente del graderío
(y es que el público no perdona ni una, así sean escolares
imberbes). Ahora veían a Luismi, que, a pesar de usar una camiseta
dos tallas más grande, no podía ocultar una joroba prominente que
hacía las delicias de la afición contraria y no tan contraria. Ruso
podía pasar inadvertido en los primeros compases, pero, al poco, sus
movimientos irregulares y cierta desorientación en el terreno de
juego hacían que el espectador se centrara en su figura y se
corriera la voz de que el número 8 bien podía ser un síndrome de
Down. Algún bocazas trataba de ridiculizarnos, dando por hecho
nuestra derrota: "vamos, escolapios, que estos se han escapado
de un circo" o "no penséis que os van a crecer los enanos"
y hacían apuestas sobre que la goleada iba a ser monumental.
Recuerdo aquellas burlas al comienzo del partido, intensificadas
ahora porque esta vez jugábamos la final y había público como
nunca, especialmente chicas. Por supuesto la mayoría de la afición
era del conjunto contrario.
El equipo, a pesar de todo, estaba hecho a la presión del público.
No en vano habíamos llegado a la final. Otros eran mis temores. En
las eliminatorias habíamos controlado nuestros demonios, al menos
para que el marcador siempre nos fuese favorable. Aquel día nos
jugábamos mucho, el rival era un grupo de niños bien, de lo más
acomodado de la ciudad, colegio privado, por supuesto, que
arrastraba un nutrido apoyo femenino que no paraba de corear aquello
de "alirón, alirón, los escolapios nos roban el corazón"
o "escolapios, campeones y luego revolcones". Nuestros
incondicionales, apenas media docena de padres y tres profesores, se
diluían frente al aluvión de grupos organizados incluso con
pancartas y charanga, tunos y tunas incluidos, que iban acudiendo a
la grada y calentando el ambiente. A mí no me importaba semejante
derroche, es más, podía ser un estímulo para centrar a mis
compañeros, para someter sus excentricidades y reforzar el
sentimiento de grupo.
Antes del calentamiento, me acuerdo de que habíamos repasado la
táctica, que más o menos consistía en contener durante los
primeros minutos, dando la impresión de ser inferiores, pero
manteniendo la fortaleza en defensa, para, con el equipo contrario
crecido, explotar la velocidad de Ariza y Romera por las bandas y
aprovechar el ansia de gol de Peñaranda. Aunque yo mentalmente
trataba de vislumbrar cuál sería el espíritu interno de estos
tres muchachos tan proclives a la desestabilización y rezaba porque
los acontecimientos externos no irrumpiesen en el juego, como tantas
otras veces. Debo decir que los vi concentrados como nunca, en una
calma que me ponía nervioso, a mí que era de lo más tranquilo; de
modo que nada comenté de sus manías, no fuera que llamase a todos
los demonios. Simplemente les arengué que el triunfo era posible,
que si en otras categorías nada habíamos logrado, hora era de
desquitarse y darle a nuestro humilde colegio de trabajadores un
trofeo que llevar a sus escuálidas vitrinas. (Aquello era un decir
porque los pocos trofeos del colegio se repartían por los armarios
de las clases en los anaqueles junto a los libros. Claro que mejor
así porque yo quería ver el trofeo, mi trofeo, en la clase de
octavo, durante el mes y medio que nos quedaba de clase). De modo
compañeros que vamos a darle una paliza a ese equipo de
monaguillos, para eso hemos entrenado y para eso estamos aquí,
somos los mejores, vamos a comernos la poca hierba del campo. Se van
a enterar. El corro juntó y subió las manos y mientras las bajaba
al unísono, más fuerte que nunca, gritó: "Valer o morir",
ni más ni menos que la divisa de mi escudo y origen de mi apellido,
con el que yo era conocido más que con mi nombre.
Allí estaban, cada uno en su sitio. Puente en la portería.
Brújula, Mario, Aranda y Guzmán en la defensa. Liso, Ruso y Luismi
en el centro; y en la delantera, Ariza, Peñaranda y Romera. El
público concentrado en la única grada del campo, sobre uno de los
laterales. En el otro lateral, los banquillos. Detrás de los
banquillos, los vestuarios y más allá el descampado, las afueras
de la ciudad. Era un campo vetusto, sin cerramiento, aledaño al
colegio Numancia, donde la tierra y la hierba luchaban por igual.
Aunque ha pasado el tiempo, recuerdo la contienda, y algunas jugadas
afloran en la retina como en un espejo. El árbitro pitó y los
escolapios se lanzaron en oleadas sobre nuestra portería, azuzados
por sus seguidoras. Durante el primer cuarto se mascaba el gol
calasancio y si no llegó fue porque Puente fue un puente sin ojos
que despidió la avalancha fuera del cauce de la portería,
realizando paradas magistrales, antológicas, como diría un locutor
de radio. Puente era un muchacho alto y corpulento, un año mayor
pues era repetidor y la verdad es que imponía respeto verlo allí
tan atlético, tan marcial, como un gorila de discoteca. De hecho a
veces nos acompañaba a cazar lagartijas al Mario y a mí y entonces
nos hablaba de mujeres y de la discoteca, mundos desconocidos y tan
alejados de nuestras diversiones. En aquella época era el único
que tenía novia. En los partidos y en los entrenamientos siempre
había demostrado tal madurez que a mí me parecía la de los
grandes arqueros profesionales de la liga. Sin embargo...
El partido dio un giro cuando uno de esos balones que rondaba
nuestra área fue despejado de un zapatazo por el lateral Guzmán,
pillando a la defensa contraria muy adelantada. El balón describió
una parábola. Ariza calculó su trayectoria y se dirigió hacia el
punto de caída con su velocidad endiablada, dejando atrás a los
defensas. Con precisión balística recogió la bola según caía
dejándola mansamente en dirección a la portería, se plantó
delante del portero rival y lo superó por alto con un toque sutil.
¡Aquél era mi Ariza! Era el uno a cero. El grupo al completo vino
a celebrarlo conmigo y nos abrazamos en una piña. "Vamos
chicos, que esos curillas van a llevarse de penitencia algo más que
un padrenuestro". Y así podía ser, pues las ocasiones de gol
más claras caían ahora de nuestro lado. Corría el minuto
veinticinco cuando Romera se hace con un balón en nuestro campo y
sin pensárselo dos veces inicia una incursión por su banda,
sorteando contrarios, avanzando en su territorio. Digo territorio
porque Romera tenía una desatinada manía según la cual su terreno
de juego y por lo tanto campo de acción no sobrepasaba bajo ningún
concepto el rectángulo comprendido entre la línea de banda y la
línea lateral que delimitaba el área grande. En esa estrecha
franja de césped a lo largo del campo, él era capaz de hacer
diabluras y de volver locos a los contrarios, o simplemente perder
el juicio y correr arriba y abajo por el simple placer de correr sin
atender para nada al juego. No había encuentro que no desarrollase
las dos facetas y siempre fue para mí un misterio saber de qué
dependía la intensidad de aquellas acciones y de qué lado se
decantarían. Romera era un buen chaval, algo autista y enigmático
que nunca hizo ningún mal y que tenía sus manías como todo el
mundo. Lo lamentable era que se manifestaran jugando al fútbol, de
modo que Romera jamás sacaba un saque de banda ni de esquina y una
vez que el balón se adentraba en el área o en otro punto fuera de
su reino rectangular, Romera simplemente detenía sus piernas allá
fuese ocasión manifiesta de gol. En aquel minuto veinticinco Romera
cintaba adversarios, aceleraba la carrera o la disminuía, dibujaba
un sinuoso camino, pero tenía claro que quería llegar a la línea
de fondo y nadie se lo iba a impedir. Y así fue, con el balón
cosido a sus pies, llegó hasta el fondo y centró; y Luismi, que
había adivinado que su amigo no iba de farol, se tiró en plancha
para cabecear la bola, y ,¡milagro!, en lugar de la cabeza, remató
con la joroba y el balón entró por la escuadra, imposible para el
portero. Aquello fue celestial y fue de risa hasta para los que
veían perder a su equipo. Luismi había inventado un nuevo gol.
Ahora sólo faltaba apuntalar la victoria, aprovechar el
desconcierto rival y marcar un nuevo tanto, con la parroquia local
muda viendo a su equipo roto ante un grupo de artistas que parecían
sacados del circo, pero qué es el fútbol, sino un circo y el circo
es magia e ilusión, prestidigitación y equilibrismo, sonrisas y
aplausos. Los perdedores para el circo romano, nosotros ganábamos.
En ese momento yo estaba arrebatado, en un puro éxtasis, como un
elato conquistador que descubriera El Dorado. Es verdad que faltaban
veinte minutos para acabar el primer tiempo y todo el segundo, pero
allí estaba mi equipo, altanero, casi torero lidiando una res
cabizbaja y moribunda.
El equipo siguió dominando, mandando de manera casi irrespetuosa.
Todos querían lucirse: regates inverosímiles, pases galácticos,
controles acendrados. El balón iba y venía y dibujaba piruetas
como si estuviera en una pista de gimnastas rítmicos. Todo muy
artístico, pero el gol no llegaba y es que apenas había remate.
Cuando se adivinaba un remate, la jugada se prolongaba tontamente
hacia el puro deleite del uso y disfrute del balón, como si mis
compañeros hubieran olvidado el objetivo fulbolístico: traspasar
la portería. El equipo de los escolapios no atacaba demasiado, pero
su defensa era ahora mucho más cerrada y contundente: le habían
visto las orejas al lobo.
Sin embargo, algo pasaba, ¿a qué venía ese escoramiento del
equipo hacia la banda derecha, justo donde estaba la grada?, ¿por
qué esa fiebre colectiva por buscar la pelota cuando iba debajo del
graderío, incluso aunque no nos correspondiese sacar de banda? Por
más que me levantaba y gritaba, la amenaza del naufragio empezó a
hacerse patente. Por fin, el árbitro pitó el final. Descanso. Lo
estaba deseando cuando minutos antes me frotaba las manos,
saboreando el botín.
Me retrasé adrede en entrar al vestuario, quería escuchar desde
fuera los comentarios de mis compañeros. Y aquello no sonaba a
jerga futbolística ni olía a sahumerio bendito. Todo era un mar de
excitación.
- Tienen las bragas de colores.
- ¡No jodas!
- Sí, las que están a la derecha. Las he visto un par de veces,
cuando recogía el balón, negras, rojas, blancas. Es una maravilla.
- Pues, a mí, una tía de las que llevan la camiseta de los
escolapios me ha dicho que quiere conocerme.
- Yo creo que sacan el culo a posta para que nos encendamos.
- Pues ha habido un momento en que no me atrevía a salir de la
grada porque tenía la cola a punto de salirse por el pantalón.
Aquí se oían risas, allá exclamaciones, gritos y silbidos
arrebatados.
- A mí me han dicho de todo, no se cortan un pelo, que si tío
bueno, que si tu cuerpo, que si tus piernas, que si lo que escondes
en el pantalón.
- Joder, pues yo quiero que me cambies un rato la posición.
- Y a mí, Aranda, déjame tu lado, por lo menos hasta que les vea
el culo una vez.
Ya no aguanté más, se me llevaron los demonios y los llamé
alcornoques y atajo de maricones, vosotros si que os vais a quedar
con el culo al aire para que os den por ahí. Fue poco porque sonó
el silbato del árbitro y el partido tenía que reanudarse.
Le pedí al árbitro que me dejara ponerme en la otra banda, allí,
como si fuese un guardián de la grada, pero no consintió, de modo
que solo cabía esperar y sufrir, aun ganando dos a cero. Yo sabía
que el equipo ya no era el del comienzo.
Y el caso es que comenzamos la segunda parte con orden y atacando,
pero poco a poco nuestro juego se fue proyectando sobre el lateral
de la grada. Los mamones hacían todo lo posible porque el balón se
fuera debajo del graderío y llegaban a discutir sobre a quién le
tocaba recoger la pelota.
De nada servían mis imprecaciones, pendientes más de las
pantorrillas de las féminas que del normal desarrollo del juego. La
situación era espantosa y para complicarla más, vi, atónito, la
novia del Puente detrás de la portería, en animada conversación
los dos, descolocado el guardameta, completamente relajado, ajeno al
peligro. ¿Qué hacía la novia del Puente allí, hoy precisamente,
cuando jamás había asistido a un partido de fútbol? Rápidamente
mandé a mi fiel ayudante, Lucas, el Cositas, a que amablemente
desalojara a la muchacha de aquel lugar. El cositas hacía de
entrenador de los chavales de séptimo curso y yo era una especie de
maestro para él. Lo malo, en aquel momento, digo, es que el Cositas
también era cojo. Nunca me pareció más cojo el cojo del Cositas
que en aquel instante. Y claro, no era yo el único que se había
apercibido de la indolencia de nuestro cancerbero. Mientras el
Cositas se acercaba, el extremo escolapio enganchó una pelota y no
se lo pensó dos veces, lanzó un cañonazo entre los tres palos que
pilló a Puente en la luna. Minuto nueve, el uno a dos subía al
marcador y mi ánimo decaía y presagiaba lo peor.
Cómo rugía la afición escolapia, veían a su equipo con
inesperadas opciones después de aquel inopinado gol. Mis
compañeros, por unos momentos, parecieron encajar el golpe con
rabia, se dedicaron a jugar, a tocar el balón , a triangulizar, a
presionar al rival y si no marcamos, fue porque Peñaranda no tenía
su día, no era el de otros partidos, quiso marcar desde el pitido
inicial, pero los remates se malograron cuando no por el portero,
cuando no por su falta de puntería. Sin duda estaba nervioso,
demasiado excitado, hacía faltas innecesarias y a medida que las
cosas no le salían se engrescaba más. Aquel comportamiento en el
bueno de Peñaranda no podía ser sino que su padre había vuelto a
empinar el codo y había repartido trompazos en su casa. Bien lo
sabía yo. Peñaranda era un chico reservado, que nunca hablaba de
su problema familiar, pero vivía cerca de mi casa y algo se
comentaba por el barrio. Una noche pude ver por la ventana al padre
de Peñaranda dibujando eses mientras andaba. Al día siguiente,
disputábamos un partido y Peñaranda apareció con varios
moratones. Su juego fue entre abúlico y agresivo y se le veía muy
descentrado. Aquello se repitió otras veces. Este mal juego, no
habitual en Peñaranda, era el final de una cadena que comenzaba en
un padre borracho llegando a casa la noche anterior y ejerciendo la
fuerza y el terror por el territorio doméstico.
Esos minutos de buen juego pronto fueron un espejismo y el campo se
convirtió en un escenario para la tragicomedia: de modo que
teníamos a nuestro delantero centro fuera de juego, a varios
jugadores más pendientes de meterles un gol a las chicas de la
grada que de hacerlo en la portería contraria, a nuestro portero,
tocado en su amor propio y sin duda deprimido y más inseguro. La
defensa todavía se mantenía firme y expedita, aunque cada vez era
más un quitarse de en medio el balón. Romera, corriendo por su
banda de arriba a abajo por puro placer. Ariza intentando enlazar
con la sombra de Peñaranda, pero viendo como el equipo se escoraba
hacia la otra banda y como su lado quedaba desguarnecido, dando paso
a los ataques de los del San José que encontraban por allí un
pasillo fácil por donde atacar la meta de Puente. A mí me recuerdo
de pie, dando instrucciones, gritando, chiflando, enojado y haciendo
surco con la pierna mala como bestia que quisiera embestir. ¿Cómo
era posible en una final, con todo a favor, ir entregando el partido
de esa manera? En este teatro de operaciones, el público jaleaba,
reía nuestra representación, se animaba con nuestro desbarajuste.
Aquellos absurdos movimientos por la escena tenían desconcertados a
los propios jugadores escolapios, que no acababan de descifrar si
jugaban con una banda de chalados tontos o de chalados magos. Pero
todo era cuestión de tiempo o de que por allí acertaran a pasar
dos perros callejeros. Ariza los vio, fue como un resorte, se le
erizó un tanto el pelo y sin estarse a más consideraciones salió
tras ellos, abandonando el terreno de juego. "¡Ariza, no!
¡Ariza, vuelve!", le grite; pero la figura del Ariza se fue
perdiendo en el horizonte tras de los perros, que apenas vieron
venir aquella aparición patilarga huyeron despavoridos. Si logró
darles caza, rendirlos por agotamiento y lapidarlos, como era su
costumbre, es algo de lo que esta vez no me enteré. Ariza, el
mataperros, que era como le llamábamos, tenía esa debilidad.
Lástima que sus portentosas cualidades atléticas no se encaminaran
a fines menos sangrientos. Hubiese sido otro Abel Antón.
La espantada de Ariza hizo que yo saliese al terreno de juego. Hubo
sus más y sus menos, pero deportivamente el entrenador de los
escolapios aceptó mi entrada y el árbitró consintió. Al fin y al
cabo aquello tampoco era un partido de la Liga de fútbol
profesional. El público disfrutó de lo lindo viendo como un cojo
ocupaba la demarcación de extremo y yo me dispuse a resolver el
partido. No quedaba mucho, pero sin duda tendría una oportunidad,
me llegaría un balón, haría un control rutilante y en un palmo de
terreno driblaría a dos contrarios, lanzando el cuero a la
escuadra, con mi pierna buena, por supuesto, y haciendo inútil la
estirada del portero. El trofeo brillaría en el estante de la clase
a mayor gloria mía. Del sueño me despertó un jolgorio y estruendo
de tambores: los escolapios acababan de empatar.
Quedaban quince minutos y mi única esperanza consistía en llegar a
los penaltis, con los elementos más o menos válidos del equipo
replegados en heroica defensa numantina y un cerco de palmas, voces,
trompetas y guerreros, que esta vez me parecían auténticos romanos
de Escipión sacados del libro de Historia.
Fueron quizá los mejores minutos de mi equipo, no por el juego, que
era ya un continuo ataque de los escolapios y un alejar el balón
por nuestra parte, sino por el espíritu de lucha y heroicidad que
pusimos, sabedores de que la resistencia era nuestra última
oportunidad, bien es verdad que tamaño acoso no nos daba tregua
para la distracción. Como suele soñar el forofo en estas
situaciones, el partido se decantó en el último minuto y de
penalti. Aranda hizo honor a su desmedida contundencia física y se
llevó a un delantero por delante. De nada valieron protestas,
súplicas y enfados. Aranda había cometido su enésimo penalti del
torneo. Aranda, que ya por entonces practicaba artes marciales, era
capaz de desplazar a un elefante y su ímpetu juvenil no tenía
medida futbolística. Prácticamente había salido a penalti por
partido. Tiempo después se hizo cinturón negro y abrió un
gimnasio con el que le fue muy bien.
No hubo perdón, el delantero rival marcó y ya no hubo saque de
centro, adiós al trofeo. La euforia del estadio resonó en la
pequeña ciudad y yo no quise ni entrar en el vestuario ni quedarme
al epílogo del partido, pues allí no había gloria para los
finalistas o al menos eso pensé entonces. ¿Adónde iba yo con un
diploma que no era sino un rollo de papel?
Abandoné el campo con mi escudero el Cositas, perdidos entre la
multitud. No quise saber nada de mis compañeros porque me había
quedado sin preguntas y menos aún sin respuestas.
Sería largo contar el deambular de aquel día. Sí diré que el
Cositas y yo bañamos la derrota yéndonos a descubrir nidos a las
afueras de la ciudad y que mientras observábamos a los pájaros por
las orillas de río, debimos descubrir la filosofía.
Apenas se comentó el partido en el mes y medio que quedaba de
clase, lo que más echaba en falta mi mirada era el trofeo sobre la
vitrina del armario. Aquel trofeo significaba para mí mucho más
que cualquier notable o sobresaliente, suponía una prolongación
excelsa y duradera de mi persona, que yo sabía frágil y nada
singular.
Doce años después recibí la fotografía del equipo y una pequeña
nota que decía: "El equipo de fútbol de La Barriada vuelve a
reunirse. Estaremos todos, no faltes. Restaurante...
10 de la noche, 15 de mayo. Tus amigos".
Y allí nos juntamos. Aquel entrañable grupo repasó su vida, contó
sus avatares y volvimos a hablar de fútbol, de nuestro fútbol. Y a
los postres, Mario sacó un paquete y dijo: "Como sabéis, todos
hemos tenido durante un año el trofeo. Ahora ya sólo queda que lo
tenga Valero y como es el último creo que ya debe conservarlo
definitivamente". Y entre vítores, Mario, que era el capitán
del equipo, me hizo entrega del trofeo.
De modo que aquí lo tengo, junto a la fotografía del equipo: las
bragas de una aficionada con el escudo bordado de la Agrupación
Depotiva Calasanz. Otros tienen las camisetas de sus ídolos. Yo
tengo unas bragas.
Javier Martínez Valero
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