UN
DÍA NORMAL DEL AÑO MIL.
Era
una mañana apacible del año mil, la plaza comenzaba a estar
transitada. El viejo ciego y su lazarillo se sentaron como venían
haciendo desde hacía unas semanas, al lado del taller de zapateros.
Desde allí, el ciego relataba sus historias a todo aquel que
quisiera oírle. Él, a cambio, sólo deseaba escuchar el tintineo de
las monedas cayendo en su descascarillada jarrita roja, que sujetaba
fuertemente a pesar de su oscilante pulso.
Los
primeros albores del día llegaban a ella a través de la ventana
abocinada del castillo; enseguida se empezaría a oír el lejano
clamor de la batalla. Al amanecer tanto moros como cristianos
retomaban las armas. Al amanecer, su corazón se estremecía pues de
todos era sabido el romance que vivía.
Por
la vida de su amado la dama temía, era un audaz caballero que contra
los infieles luchaba día a día. Ella, por no desesperarse, después
de su aseo montaba a caballo y veloz como el rayo a un bosquecillo se
acercaba; mas, aun cuando allí nunca hubo nadie, esta vez oyó una
voz conocida; escuchó cautelosa y descubrió llorosa la infamia
cometida.
La
suerte para el caballero cambió, bien lo relata el juglar cantor:
Galopa
el marqués Verguillo
sobre
yegua desbocada,
refugiándose
en las sombras
en
noche oscura y cerrada.
- ¡Oh Verguillo, mi Verguillo!
Se
oye una voz recatada.
El
marqués calla y escucha,
trátase
de su amada.
- ¡Oh
Conchi, mi dama Conchi!
Muéstrate
a mi mirada.
- ¡Aquí
estoy, mi Verguillo
aquí
te espero sentada!
Desde
que cayó el día
aquí
espero tu llegada,
desmonta,
ven junto a mí
y
deja tu yegua atada.
Acercose
a ella el marqués,
sentose
cara con cara
cuando,
sin explicación,
la
dama empuña una daga,
se
pone en pie ante Verguillo
le
asesta una puñalada.
El
joven cae malherido,
el
arma queda clavada.
- Tú
me mentiste, mi amor,
me
tuviste engañada,
rompiste
tu juramento:
no
soy tu única amada
y
será Dios mi testigo,
la
muerte tienes ganada.
Historia
tras historia, la mañana daba paso a la tarde. La jornada había
sido, como siempre, dura pero el jornal estaba ganado: hoy comerían
caliente.
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EL
BOSQUE DE LOS CERDOS.
Cuenta
la historia que en el año 820 una infernal serie de calamidades
asoló el país de los anglos. Nadie por aquellos pagos recordaba
tantas adversidades juntas. La peste había barrido Inglaterra de
norte a sur, llevándose siervos y señores, guerreros y monjes,
niños y mujeres. La virulencia fue especialmente dura en el condado
de Bach. Hubo aldeas que perdieron los mejores brazos para trabajar.
No se pudo sembrar aquel año sino la mitad de las tierras que el
duque de Bradbury disponía para el servicio de sus vasallos. Por si
fuera poco, unos aguaceros torrenciales se llevaron al comienzo de la
primavera buena parte de la semilla ya sembrada y durante el verano
los habitantes de Crontil no pudieron evitar, a pesar de una enconada
defensa, que una partida de bandidos robara parte del grano y de los
animales.
Todos
saben en Crontil que este año el hambre se adueñará de la aldea,
en el invierno, cuando lleguen los soldados del duque para cobrarse
el porcaje anual. Allá por noviembre, casa por casa, las huestes del
duque sacarán de las zahúrdas uno o dos cerdos de los criados el
año pasado. Y a pesar de la escasez y de las despensas vacías, de
nada servirán lamentaciones. Los habitantes de Crontil verán
esfumarse el sustento de todo un año. Sin los puercos, solo les
quedarán raíces, bayas, gachas y bellotas. Los más débiles
morirán, especialmente los niños.
Reunidos
bajo la portentosa encina del prado comunal, los aldeanos buscan una
salida. Unos dicen de abandonar el pueblo, de marchar a lugares menos
azotados, de buscar refugio en casa de familiares en otras aldeas
donde las condiciones han sido más propicias. Otros de huir al
bosque y dedicarse al pillaje, como ya hicieran en otras partes, que
medio país anda revuelto, robando unos lo que ayer les fue robado
por otros. Hay quien se atreve a proponer una revuelta contra nobles
y soldados, contra monjes y hasta contra el mismo rey si hace falta.
Pero
tras el primer repente, las aguas vuelven a su cauce y es la voz de
Milton, el viejo curandero de pelo canoso, la que se alza sobre la
apesadumbrada comunidad:
Todos
sabemos que nada ganaremos con palos, horcas o flechas mal apuntadas.
Si abandonamos la aldea, llevaremos también nuestra miseria y
perderemos la ventaja de conocer mejor que a nuestras barbas estos
campos con sus fuentes, sus plantas, sus cárcavas, sus árboles y
sus covachas. Recuperaremos nuestros cerdos pero con astucia. Como
sabéis, los soldados llevarán los cerdos al castillo por el camino
que cruza el bosque de Remington. Allí los animales irán más
lentos, hozando aquí y allá en busca de tubérculos, hongos y
trufas. Los soldados aprovecharán para descansar y beber y
descuidarán la vigilancia. Si los cerdos comen unas bolitas que voy
a preparar, en poco tiempo saldrán de estampida, perdiéndose por el
bosque. Allí estaremos nosotros para volver a juntar la piara y
esconderlos en lugar oculto. Todo ello haremos sin que los soldados
se percaten de nuestra presencia.
Viejos
y niños buscaron estramonio, beleño, flor de alheña, alholva,
guindilla, picaron zanahorias y berzas y bajo la justa proporción y
supervisión del sabio Milton se hizo una masa y las bolitas se
diseminaron en el lugar convenido.
El
plan salió a pedir de boca de cerdo y estos, escocidos y alucinados,
escaparon al control de los soldados como diablos en el purgatorio.
Los
habitantes de Crontil consiguieron recuperar la mayoría del ganado y
los escondieron en govas solo de ellos conocidas. Milton, el viejo
chamán de la aldea, convidó a todos a beber hipocrás y el invierno
pasó más feliz con el estómago mejor alimentado para los vasallos
del duque de bradbury.
Cuenta
después la historia, de mano de otros relatores, que algunos cerdos
escaparon de unos y otros y se asilvestraron en el bosque donde
pronto desarrollaron curvos colmillos para mejor remover tierra y
fango, y hasta mudaron el pelaje para mejor camuflarse, dando lugar a
la expansión del jabalí, hasta ese momento desconocido en
Inglaterra.
Se
cuenta también que desde aquel glorioso día, en el pueblo de
Crontil, se conmemora la hazaña con una carrera porcina que hizo las
delicias del mismo duque de Bradbury, casa nobiliar que adorna su
escudo con una enorme cabeza de cerdo como único blasón.
Se
dice asimismo que en el condado de Bach es corriente encontrar el
apellido Cerdo, Cerda, Del cerdo o De la cerda -que en esto hay
variedad- ya que los descendientes de los soldados burlados tuvieron
que portarlo por castigo del duque.
En
lo que hoy queda del bosque de Remington, los jabalíes parientes de
aquellos cerdos campan a sus anchas, estando prohibida su caza y
gozando del título de “grandes cerdos de Inglaterra”.
Javier Martínez Valero
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